Es una mañana lluviosa. En una céntrica calle me cruzo con una mujer que camina despacio con una cámara de fotos en la mano observando los edificos de la zona. En un instante, el ruido metálico de un golpe me hace girar la cabeza. La mujer con la que me acabado de cruzar está tendida en el suelo de espaldas. A la altura de la cabeza, el suelo está manchándose de rojo. Algunas personas se acercan con gesto de asombro, curiosidad, espanto. Alguien comenta :"!Está desangrándose, hay que llamar al SAMUR!". La mujer está aturdida pero no ha perdido el conocimiento. Una voz sugiere llevarla a un ambulatorio cercano, a escasos metros. Es más rápido que esperar al servicio de urgencia, dice.
El grupo de curiosos no está sorprendido. Demasidos resbalones, demasiados patinazos. Demasiadas placas metálicas sobre las aceras. En cada placa, el distintivo de una compañía, de un servicio municipal. Colocadas sin órden ni concierto. Armas peligrosas. No, esta mujer no calzaba tacón. Eran botas planas. Una transeúnte a quien los edificios de principio del siglo XX le habían sugerido una foto de la arquitectura madrileña. Paseaba. Sin prisas. De su paseo, una brecha como recuerdo de un día de lluvia.
La cabeza de la herida por el resbalón sobre la placa metálica